𝑴𝐈𝐄𝐙𝐈.

que lograra apartar su mirada. Se revolvió de apetito entorno a las pantorrillas del mortal. Nunca había visto cazar así.

Tante Kayiman en su bayou — o al hambre, sencilla y feroz. Todo eso era franco. Su sentido enraizado de la honestidad se rebelaba contra ese espectáculo hipócrita: la risa arrulladora del cazador, la curva impúdica de la presa al exponer su garganta. Antinatura. Y, aun así, no hubo pudor ni honor

entonces, con la seguridad de que aquel muchacho nunca la vería marchar. Pero él no era el único fascinado. Desde su ras del suelo, Miezi se empapaba de aquel carisma fácil de Dorian Nightshade, tan diferente a la ritualidad que ella recordaba sólo en esbozos, o a la voracidad justiciera de

callejón. Un instante más tarde, no quedaba más mujer, sino una niebla fina que lamía los tobillos de la pareja, y que un ojo mortal apenas percibiría en la semipenumbra. Había sido un gesto a la vez complaciente y descarado, como sonriéndose: “¿ves que no estorbo?”.

Podría haberse escabullido

preguntas?”, pensó, pero no dijo, en un intento de diplomacia (que no evitó que la réplica se imprimiera en la curva altiva de sus cejas). No quería espantarlo de nuevo a 𝘦́𝘭.

Tampoco, para ser justos, a su presa. En cuanto el muchacho apareció, ella escapó del charco de luz que iluminó el

hambre se había convertido en una compañía constante y discreta, que paliaba con pequeñas alimañas a la espera de conocer mejor aquel terreno nuevo. Si hubiera sabido que en Los Ángeles la caza estaría tan acotada, habría bebido más antes de llegar.

“¿Cómo voy a aprender si no respondes a mis

un reguero de cadáveres secos (nunca había aprendido a beber sin matar. Nadie le había enseñado, y no le había hecho falta en el pantano). Llevaba desde Acolita, sin embargo, sin alimentarse de un ser humano — aquella criatura inoportuna en el metro había arruinado su más reciente oportunidad. El

escamas, pelo, plumas, y con los desgraciados que encontraban entre sus dientes el juicio de Bondye. En las ciudades, había poco más que gatos callejeros, ratas y palomas, todos esmirriados. La única presa provechosa, y la única que abundaba, era la gente. Junto a las vías del South Pacific corría

labios calientes contra piel fría. No era una sed para ese callejón lejos de casa. La contradicción —el estar y no estar— la desorientó, y por un instante Miezi quedó hecha piedra. Dorian Nightshade tenía razón. Necesitaba alimentarse mejor.

En el bayou, Tante Kayiman había colorido su dieta con

agua las rocas de un río.

Siguió con los ojos los dedos largos del hombre; la línea de su garganta expuesta. En un momento absurdo, sintió la lengua pesarle con un hambre de siglo: por la sangre como la había conocido alrededor de la hoguera, cuando su corazón latía aún al ritmo del bamboula,

charcos, espejos — una imagen que había sido rara en el pantano opaco, y que apenas reconocía como suya. La mujer que le devolvía la mirada tenía siempre la cara amaderada y quieta de una máscara, y no revelaba a Miezi más que la de cualquier otra desconocida. El tiempo la había pulido como pulía el

Se sonrió. No era hábil leyendo edades en los rostros ajenos: las arrugas tardaban en aparecer entre los mortales de Fleuve Fierté, y resbalaban de los soucouyants tal que el agua de las alas de un pato. En sus semanas de viaje, Miezi se había acostumbrado a estudiar su propio reflejo en vidrios,

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ㅤㅤ⸻ archivo.
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ㅤㅤ⸻ galería.
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ㅤㅤ⸻ marzo, año 1920.
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ㅤㅤ⸻ en otros tiempos y otras tierras.
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